La patología es un cuento. Ensayo a cuatro manos





La patología es un cuento

Ensayo a cuatro manos

Gloria Dada (1) y Victoria Compañ (2)


narrativa


1) Centro Arborétum, San Salvador, El Salvador
2) Sistema, Barcelona, España
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Un cuento que son muchos: el narrador de historias

“No es oficio del poeta el contar las cosas como sucedieron, sino como debieran o pudieran haber sucedido, probable o necesariamente […] aunque haya de representar cosas sucedidas, no será menos poeta”. Aristóteles


Contamos historias. Contamos historias continuamente. Explicamos aquello tan curioso que nos pasó ayer mismo y lo que le pasó a nuestro amigo, y esa anécdota tan divertida de cuando teníamos cuatro años; contamos cómo conocimos a nuestra pareja actual o cómo dejamos a la anterior y también relatamos el último cambio de trabajo... y muchas cosas más. Continuamente. Son historias con protagonistas, con episodios, con puntos álgidos en la narración, con giros discursivos, con un inicio, una trama y un final. Contamos estas historias para los otros: para que nos comprendan, para que nos conozcan, para que entiendan por qué actuamos de esta forma o de esta otra, para sentirnos semejantes a ellos, para sentirnos diferentes... Pero también nos contamos estas historias a nosotros mismos. Estamos solos, en la cama, conduciendo, ante la computadora, y recordamos estas historias, nos las contamos: para comprendernos, para conocernos, para entender por qué actuamos así. Y todas esas pequeñas historias se van engarzando en una historia general: nuestra vida. Una vida -una historia- en la que encontramos capítulos diferenciados, idiosincrásicos, personales.

Desde finales de los años 70 la noción del yo como narrador va cobrando relevancia y son muchos los autores que hablan del ser humano como eminentemente un contador de historias, como un homo fabulus que da sentido al mundo que le rodea y a mismo a través de las historias que ponen orden a la maraña de acontecimientos, sensaciones o pensamientos que conforman incluso la existencia más anodina. Y es en este continuo narrar historias donde surge la más importante de todas: la historia que da sentido a la persona que soy, que he sido y que seré. Porque nuestras historias no nos hablan sólo del pasado y del presente, y cuando Polkinghorne explica que el yo es “una configuración de acontecimientos personales en una unidad histórica, que incluye no sólo lo que uno ha sido sino también previsiones de lo que uno va a ser”, nos habla de cómo las historias que contamos en tiempo presente también incluyen un verbo futuro implícito. Esperamos que el sentido que le hemos dado al mundo siga siendo coherente con las historias que ya nos hemos contado antes, esperamos que el río siga su curso...

Y así como la literatura nos ofrece grandes géneros que guían al escritor en la elección de personajes, escenarios y formas narrativas, también en cada narrativa vital puede reconocerse un melodrama, una comedia, una novela negra, un cuento infantil…
Además buscamos cómplices de nuestros significados... pues nuestras historias también se entrecruzan con las de las personas próximas. La historia que cada año se cuenta el mismo día en familia o con amigos es una historia que, independientemente de si nos reconforta, nos entristece o nos enfada, nos recuerda irremediablemente quiénes somos y quiénes somos para los otros.  Cada uno aporta detalles, explicaciones, ocurrencias mil veces contadas, mil veces nuevas.


No importa mucho la veracidad de nuestras historias, ni importa que se ajusten rigurosamente a aquello que sucedió. No importa la verdad histórica, importa  la verdad narrativa. ¿Qué significa? Que lo realmente importante es que nuestras historias sean coherentes, sean viables y apropiadas para nosotros y para nuestro entorno. Que nuestras historias encajen en nuestra vida, en la historia principal de la persona que soy. La flexibilidad, la creatividad, resulta fundamental para que todo cuadre en  la historia (¿paradójico?). Cuando puedo rehacer mi historia, tomar en cuenta acontecimientos que antes había pasado por alto, buscar alternativas, recrear nuevos recuerdos, entonces puedo seguir mi historia para siempre. No se interrumpe, fluye. Porque los acontecimientos nuevos deben integrarse en la historia de los acontecimientos previos. Y eso nos obliga a reescribir continuamente la historia. Flexibilidad, creatividad, inventiva, imaginación. Todo debe modificarse, para que lo fundamental quede inalterable. Para que mi identidad permanezca intacta, para que mi yo siga siendo por siempre. Porque nada hay más aterrador que dejar de ser uno mismo... sentir que no me reconozco, que no quién soy, que he dejado de ser.

 Uno de terror: la ruptura narrativa

"La mente tiene su propio lugar por misma: puede hacer del infierno un paraíso o del paraíso un infierno". John Milton


Así pues, hay un yo que se reconoce a través de la continuidad narrativa, y de la historia que se cuenta una y otra vez, que valida una y otra vez, y que lo define ante mismo y ante los otros.
De acuerdo a la historia, a la experiencia previa, nos hacemos previsiones de lo que sucederá en cada situación, desde la más cotidiana hasta la más trascendental, así como un lector intuye lo que harán los personajes y el protagonista, y lo que podría ocurrir en la siguiente página o en el próximo capítulo.
Pero la vida no es una mala novela, totalmente predecible. De hecho, son esos eventos que se apartan de lo canónico, de lo previsible, aquellos que parecen más interesantes en un buen texto, y la narrativa personal no es la excepción.
Las emociones surgen ahí cuando aparecen elementos inesperados o simplemente fuera de lo cotidiano: nos alegramos, nos sorprendemos, nos enamoramos, y también nos entristecemos, nos asustamos, nos enojamos. Y esas emociones van dando matices y color a la historia, y forman parte luego del entramado narrativo.
Pero hay circunstancias y episodios que no se pueden asimilar ni integrar en la narrativa personal, probablemente porque ponen en marcha emociones discrepantes, que amenazan la continuidad de la imagen que el protagonista-narrador tiene de mismo. La nueva experiencia, el nuevo párrafo que habría que añadirse no tiene sentido en esta historia, o la historia perdería sentido al añadir este nuevo párrafo.
En un intento de preservar la coherencia, utilizamos aquello que Vittorio Guidano llamó el autoengaño, la manipulación de la experiencia para que aquello que no es consistente pueda ser atribuido a otras personas, eventos o circunstancias, y no al protagonista. El autoengaño es efectivo si unifica al protagonista –el yo que vive y siente- con el narrador –el yo que percibe y cuenta la historia.
Pero cuando, por mantener la coherencia de la historia, se renuncia al yo que experimenta o al yo que cuenta, se da una ruptura entre protagonista y el narrador. Es ahí, que surge el sufrimiento, es entonces que se origina la patología.
Bajo esta perspectiva, aquello que llamamos síntoma sería un intento ciertamente poco funcional- de salvar la trama narrativa en su coherencia y unicidad. El síntoma no es el yo, es otra cosa, es algo que le pasa al yo. Y el narrador incluso busca indicios previos en la historia, y eventos anteriores son reinterpretados a la luz de este nuevo, y encuentra “señales” que indicaban la presencia del síntoma, quizá en estados prodrómicos, en el pasado. Ante la imposibilidad de interpretar el nuevo texto, se intenta leer el texto anterior para adaptarlo a éste, y anticipar su continuación hacia el futuro.
La patología, que surge como perturbación irremediable de la historia, ahora se apodera de la historia. El texto no es patológico por su contenido, sino porque se reitera sin dejar espacio a discursos alternativos que permitan una visión multifacética y rica de la experiencia. Encontramos entonces, como indica Oscar Gonçalves, prototipos narrativos, invariantes temáticos que repiten escenarios, inicios, acciones, metas, resultados, respuesta e incluso finales. En torno a estos prototipos se organizan las narrativas presentes, pasadas y futuras, que logran una estéril unicidad pagando el precio de la rigidez y de la redundancia. Esta narrativa inflexible y cerrada no admite revisiones, pues deja de lado todo aquello que no encaje en el mismo molde. Se sufre, y se sigue sufriendo, porque lo que se vive como inflexible y repetitivo no es la forma de narrar las cosas, sino la realidad misma y la experiencia, y se tiene la sensación de que este sufrimiento no puede tener fin si se está condenado a repetir la misma escena una y otra y otra vez. No se encuentra un final, aunque se quiera. El escritor, el protagonista, el yo, busca y busca: el sufrimiento es verdadero.

 Uno con final feliz: la re-elaboración

“Mediante las narraciones construimos, reconstruimos y, en cierta forma, reinventamos el ayer y el mañana. La memoria y la imaginación se funden en el proceso”. Jerome Bruner

No somos sólo protagonistas, no somos sólo narradores; somos exégetas de nuestro propio texto. La historia vital no ha sido creada simplemente para documentar los sucesos de los que hemos formado parte. No es un documento acabado sino un texto vivo, que sometemos a reinterpretaciones continuas. El protagonista no para nunca, mientras dura la historia, de vivir, experimentar, sentir… y mientras tanto la experiencia aporta nuevos conocimientos, se abren nuevos significados. Es a la luz de estos significados que se puede reinterpretar aquello que no habíamos logrado integrar, y así recomponer esa historia fracturada.
No se trata de negar el texto previo sino, como dice Bruner, de negar la interpretación que antes le dimos. Una nueva interpretación más compleja, que tiene en cuenta todos los matices de la experiencia. Una nueva interpretación más coherente con quien soy yo, con quien he sido y con quien quiero ser. No arrancamos las páginas de nuestro sufrimiento, le damos un nuevo título.

Es el yo exégeta quien logra reconciliar a narrador y protagonista, deshilando el episodio para luego hilvanarlo en la historia. Lo hace mediante una lectura más completa que permite encontrar elementos de las vivencias que son compatibles con la identidad.
A veces el exégeta necesitará realizar un trabajo arduo, esforzándose por construir alternativas y plantearse hipótesis a las que dar respuesta. A veces son las preguntas planteadas por otros las que le abrirán otras vías de significado. A veces, le bastará sólo con cambiar de posición intencionadamente o empujado por el curso de la vida- para mirar otros ángulos y tener un cambio de luz bajo la cual se ven aspectos antes inadvertidos.
Independientemente del proceso, es en ese momento de reinterpretación que la crisis -el sufrimiento, la patología- se convierte en oportunidad, permite enriquecer y dar complejidad a la historia y enlazar la historia antigua con las que esperamos que vengan. Ya no hay ruptura, ya no es un final inacabado que gira sobre mismo inútilmente buscando un cierre; ahora es un elemento más, un inicio, una continuación, un punto y seguido.
Y quedarán siempre preguntas por resolver. ¿Por qué esta historia y ninguna otra de las infinitas posibles? ¿Por qué el relato que escribo de la persona que soy es éste  y  no  otro?  ¿Alguien  empezó  a  escribir  la  historia  antes  de  que  yo  naciera? ¿Alguien continuará mi historia cuando yo muera? ¿Quién sabe?
Tan solo sabemos que no es necesidad de la persona el contar las cosas como sucedieron, sino como debieran o pudieran haber sucedido, probable o necesariamente; aunque haya de reinterpretar cosas sucedidas, no será menos persona.

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